Andrew Tomchyshyn

foto Andrew Tomchyshyn

domingo, 18 de agosto de 2013

La sociedad de los trabajadores sin bienes-Franz KAFKA-


La sociedad de los trabajadores sin bienes

Deberes:
No poseer ni aceptar dinero u otros valores. Únicas propiedades admitidas:
ropa sencilla (a determinarse eventualmente), los objetos necesarios para el trabajo,
libros, víveres para consumo propio. Todo lo demás pertenece a los pobres.
Ganar para vivir sólo mediante el trabajo. No eludir ningún trabajo para el que alcancen
las fuerzas sin detrimento
de la salud. Elegirse el trabajo, o, cuando no fuese posible, someterse al consejo de
trabajadores, que dependen del gobierno.
No trabajar por más salario que el sustento propio (que se establecerá de acuerdo con
los lugares) de dos días.
Vida extremadamente sobria. Comer solamente lo indispensable; por ejemplo, como
paga mínima (que en cierto sentido es también la máxima): pan, agua, dátiles. El
alimento de los más pobres, la cama de los más pobres.

Considerar las relaciones con quien suministra trabajo como basadas sobre la confianza,
no pretender nunca el apoyo de los tribunales. Llevar a término todo trabajo iniciado, a
toda costa, a menos que se opongan motivos graves de salud.
Derechos:
Jornada laboral de seis horas como máximo; para trabajos físicos, de cuatro o
cinco horas.
En caso de enfermedad o de vejez, atención en asilos y hospitales estatales.
La vida de trabajo como hecho de conciencia, de fe en el prójimo.
Dar al Estado todo lo que se poseía, para que lo destine a la construcción de hospitales,
asilos.
Al principio, por lo menos, estarán excluidos quienes gozan de independencia económica,
los casados y las mujeres.
El consejo (grave deber) tratará con el gobierno.
Aun en las empresas capitalistas
(dos palabras ilegibles).
Donde se pueda ser de ayuda, en zonas abandonadas, en los asilos de pobres, prestarse
a hacer de maestros.
Quinientos hombres como máximo.
Un año de prueba.


Todo contribuía a favorecer la construcción. Obreros desconocidos acarreaban bloques de
mármol, ya cortados en escuadra y adaptados entre sí. Las piedras se levantaban y se
ubicaban obedeciendo a los calculados movimientos de sus dedos. Ningún edificio se
levantó nunca con la facilidad de aquel templo, o mejor aquel templo se levantó como
deben verdaderamente levantarse los templos. Solo que en cada piedra –¿de qué cantera
provenían?— estaban las torpes marcas de inconscientes manos infantiles, o, más
probablemente, los caracteres de alguna bárbara tribu montañesa, que las habían
raspado con instrumentos por cierto que bastante afilados (¿malignidad o sacrilegio o
vaticinio de destrucción total?) para una eternidad que habría de sobrevivir al templo
mismo.
Por el arroyo encuentro el agua fugitiva. Arbustos y cañas. La voz alada del maestro.
Murmullos de criaturas. El sol que se desvanece bermejo, que se abandona,
estremeciendo. La tapa del hornillo se cierra secamente. Se prepara café. Apoyados
sobre la mesa esperamos sentados. A un lado del camino, algunos árboles delgados.
Marzo. ¿Qué más quieres? Salimos de las tumbas y queremos cruzar también este
mundo, sin un plano preciso.
¿Quieres alejarte de mí? Es una decisión como cualquier otra. ¿Pero adonde quieres ir?
¿Adonde va a dar esta fuga tuya de mí? ¿A la luna? Ni siquiera allí, adonde, por lo
demás, no puedes llegar. ¿Y entonces por qué todo esto? ¿No prefieres sentarte en un
rincón y quedarte tranquilo? ¿No sería acaso mejor? ¿Allí en ese rincón tibio y oscuro?
¿No me escuchas? Buscas a tientas la puerta. Sí, ¿pero dónde está la puerta? Por lo que
recuerdo no estuvo nunca aquí dentro. ¿Quién pensaba entonces, cuando se construyó
este interior, que habrías de llegar a concebir propósitos tan revolucionarios? Sea como
fuere, no se ha perdido nada, una idea así no se pierde, hablaremos de ello en la mesa, y
las risotadas de los comensales serán tu recompensa.
Sale la pálida luna mientras cabalgamos por el bosque.
Neptuno se hartó de sus mares. Se le cayó el tridente. Fue a sentarse, mudo, en una
costa rocosa, y una gaviota asombrada por su presencia describió círculos ondulantes en
torno de su cabeza.
El carruaje se va rodando como una furia.

¿Qué pueden estar preparándonos?
Cama y colchón bajo los árboles,
verde oscuridad, verdor seco,
poco sol, olor húmedo.
¿Qué pueden estar preparándonos?
¿Adonde nos impulsa el deseo? 
¿Obtener esto, perder aquello?
Insensatos, bebemos la ceniza
y ahogamos a nuestro padre.
¿Adonde nos impulsa el deseo?
¿Adonde nos impulsa el deseo?
Nos impulsa fuera de casa.
El reclamo de la flauta, el reclamo del fresco arroyo
Aquello que te había parecido paciente
murmuró entre las hojas del árbol
y el amo del jardín habló.
Si busco, en sus runas,
sondear este inconstante espectáculo,
palabra y úlcera...
El conde estaba sentado almorzando, era un tranquilo mediodía de verano. Se abrió la
puerta, pero no fue para dejar pasar al servidor, sino a fray Pilotas.
—Hermano —dijo el conde, y se puso de pie—, vuelvo a verte, después de tanto tiempo
de no volver a verte en sueños.
Una parte de la puerta vidriera, que daba a la terraza, se rompió en montón de pedazos
y un pájaro, pardo–rojizo como una perdiz, pero más grande y de pico largo, entró
volando.
–Espera, lo cojo enseguida –dijo el fraile, levantó con una mano el borde del hábito y
con la otra procuró atrapar el pájaro.
 En eso entró el servidor con un plato lleno de bellísimas frutas, que el ave, volando a su
alrededor en pequeños círculos, comenzó tranquila pero fuertemente a picotear.
El servidor, como paralizado, sujetó con fuerza el cuenco,
mirando, no particularmente asombrado, frutas, pájaro, y al fraile que seguía tratándole
darle caza. Se abrió la otra puerta y entraron algunos habitantes del pueblo con una
petición, en la que solicitaban el libre uso de un sendero del bosque que necesitaban para
atender mejor sus campos. Pero llegaron en mal momento, porque el conde era entonces
un escolar, estaba sentado en un escabel y aprendía sus lecciones. El viejo conde estaba,
ciertamente, muerto ya, de manera que debía haber gobernado aquel joven, pero había
sucedido de otra manera, se había insertado una pausa en la historia y la comisión cayó,
por tanto, en el vacío. ¿En qué acabará? ¿Volverá atrás? ¿Se dará cuenta a tiempo de
cómo están las cosas? El maestro, que formaba también parte del grupo, se ha apartado
ya y se ocupa de la educación del pequeño conde. Con una vara arroja de la mesa todo
lo que había, la para, como un pizarrón, con la tabla hacia adelante y le escribe con tiza
el número 1.
Bebíamos, el diván se nos hizo demasiado estrecho, las agujas del reloj de pared seguían
girando ininterrumpidamente. El criado se asomó a la puerta, nosotros lo saludamos
agitando las manos. Pero a él lo atrajo una figura sentada en el sofá junto a la ventana.
Era un viejo, vestido con un negro traje tenue lustroso como la seda, que se levantó
despacio, mientras sus dedos seguían jugueteando en los apoyabrazos.
—Padre – exclamó el hijo. 
 –Emil – dijo el viejo.
El camino que llega al prójimo es, para mí, larguísimo. Praga. Las religiones se pierden
como los hombres.
Pequeña alma,
brinca en el baile,
pones la cabeza en el aire tibio,
levantas los pies de la hierba resplandeciente,
que el viento mueve en un dulce meneo 

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del cuarto cuaderno de Cuadernos en octava-Franz Kafka-
trad. Carmen Gauger, edit. Alianza

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